
“Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz; un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos.”(Efesios 4:1-6)
Las divisiones dentro de la iglesia no son, desgraciadamente, nada nuevo, “haberlas haylas”, y mientras vivamos bajo el sol, tristemente tendrán lugar, aunque solo en contadas ocasiones son lícitas. Cuando hablamos de divisiones hablamos de grupos más o menos grandes que abandonan una iglesia local o una denominación, por razones doctrinales u otras causas. Ha habido y habrá individuos que dejen la iglesia argumentando desvíos en la ortodoxia, o un ministerio inapropiado o deficiente, pero que en realidad esconden razones menos espirituales, carnales e incluso pueriles; quizás el afán de protagonismo, la búsqueda frustrada de un ministerio, la envidia, o los problemas relacionales. Estos y otros factores hacen que cada vez y con más frecuencia nos encontremos a personas que se dicen cristianos pero han dejado de congregarse, o dedican su tiempo libre a practicar “turismo eclesiástico”, e ir de una iglesia a otra.
Turismo eclesiástico y proselitismo
A estos últimos es a los que se refiere C. S. Lewis en su libro “Cartas del diablo a su sobrino,” carta nº XVI. Lewis relata así los consejos dados a este diablo recién salido de la academia, por su tío, un diablo experimentado: “Sin duda sabes que, si a un hombre no se le puede curar la manía de ir a la iglesia, lo mejor que se puede hacer es enviarle a recorrer todo el barrio, en busca de la iglesia, que le va, hasta que se convierta en un catador o connoisseur de iglesias”. Seamos sinceros, pocos son los que abandonan una iglesia por mantener ésta errores teológicos graves que afectan a la ortodoxia bíblica (creencia correcta) y como consecuencia inevitable, lleven a una mala praxis (obrar o vivir incorrecto).
No deberíamos extrañarnos de que los conversos neófitos embelesados con una denominación o iglesia concreta, una escuela teológica o corriente de doctrina evangélica, o a algún predicador de moda, consideren la única verdadera iglesia, aquella que se imaginan en sus sueños y creen fiel reflejo de la enseñanza de sus nuevos maestros. El conflicto entre lo ideal y lo real tiene lugar al despertarse cada mañana y contemplar la imperfección que les rodea; por lo cual, deciden limpiarse el polvo de los píes y salir corriendo en busca de su utópica iglesia, separándose lo más rápido y más lejos posible de los que hasta ayer eran sus hermanos y que ahora pasan a ser sospechosos de herejía, o en el mejor de los casos, cristianos lactantes. El pastor alemán, D. Bonhoeffer, fusilado unos meses antes de finalizar la 2ª Guerra Mundial por orden de Hitler, crítico con la postura oficial de la iglesia alemana en relación al nazismo, expresó su amor por la iglesia local con estas palabras: “Debemos dar gracias a Dios diariamente por la comunidad cristiana a la que pertenecemos. Aunque no tenga nada que ofrecernos, aunque sea pecadora y de fe vacilante ¡¡qué importa!! Pero si no hacemos más que quejarnos ante Dios por ser todo tan poco, conforme con lo que habíamos esperado, estamos impidiendo que haga crecer nuestra comunidad, según la medida y riqueza que nos ha dado en Jesucristo”. (Vida en Comunidad)
La nuestra no es la única iglesia local verdadera
Esa actitud crítica e intolerante con respecto a las otras iglesias locales es todo un despropósito, un error, y procede a mí humilde entender, de un espíritu sectario, fruto del “celo teológico proselitista del nuevo converso”. No seguimos a los hombres y sus distintas facciones, como Pablo exhorta a la iglesia en 2ª Corintios 3:4-7: “Porque diciendo el uno: Yo ciertamente soy de Pablo; y el otro: Yo soy de Apolos, ¿no sois carnales? ¿Qué, pues, es Pablo, y qué es Apolos? Servidores por medio de los cuales habéis creído; y eso según lo que a cada uno concedió el Señor. Yo planté, Apolos regó; pero el crecimiento lo ha dado Dios. Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento.”
Conocí a unos hermanos holandeses que aunque vivían rodeados de iglesias evangélicas, no asistían a ninguna de ellas, sino que veían cada domingo, por internet, el culto de su iglesia en Holanda, y lo hicieron por años, aunque por desgracia también conozco españoles que hacen lo mismo. Claro, las demás iglesias eran todas demasiado imperfectas, o carecían de “sana doctrina”. Qué decir de la inmadurez de aquellos que aún siendo miembros de una congregación, no se sujetan a la autoridad del pastor o pastores de la misma, sino a la del aclamado predicador de moda, del cual son fans incondicionales, y que pasa a convertirse en la única fuente de interpretación inerrante con autoridad final.
Para Calvino la Iglesia universal es: “…una multitud de gentes de acuerdo con la verdad de Dios y con la doctrina de Su Palabra, aunque procedan de naciones diversas y residan en muy remotos lugares, están unidas entre sí con el mismo vínculo…están comprendidas todas las iglesias particulares que están distribuidas en las ciudades y en los pueblos, de modo que cada una de ellas, y con justo derecho, tienen el nombre y la autoridad de la Iglesia”. (Institución, Libro IV, cap.3/9).
Las marcas de la Iglesia y el amor
Me temo que algunos de nuestros hermanos aman más la doctrina propia que a la propia iglesia, constituida ésta por pecadores débiles, contradictorios, y en el proceso de santificación. Sencillamente, la doctrina no siente ni padece, las personas sí. ¿Cuáles son los mínimos requisitos que hacen que una iglesia lo sea? ¿Cuáles son sus marcas? De nuevo citando a Calvino: “…donde quiera que vemos predicar sinceramente la Palabra de Dios y administrar los sacramentos conforme a la institución de Jesucristo, no dudemos de que hay allí iglesia, pues su promesa no nos puede fallar: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt. 18:20)”. De forma sorprendente, el gran reformador era mucho más generoso que una buena parte de los que se consideran discípulos suyos. Cuánto tenemos que aprender de hombres de Dios como él, que tenían tan alto concepto de la iglesia local, aunque no fuese una reproducción de la suya propia en Ginebra.
De nuevo citando al pastor y teólogo alemán, D. Bonhoeffer: “Damos gracias a Dios por lo que Él ha obrado en nosotros. Le agradecemos que nos haya dado hermanos que viven, ellos también, bajo su llamada, bajo su perdón, bajo su promesa. No nos quejamos por lo que no nos da, sino que le damos gracias por lo que nos concede cada día. Nos da hermanos llamados a compartir nuestra vida pecadora bajo la bendición de su gracia”. (Vida en Comunidad)
Unidad en la pluralidad
Hoy en día la gente abandona la iglesia por las razones más peregrinas y surrealistas. Una vez más Calvino nos recuerda: “…es cierto que dondequiera se escuche con reverencia la predicación del Evangelio, y no se menosprecien los sacramentos, allí hay una forma de Iglesia, de la que no se puede dudar, y a nadie es lícito menospreciar su autoridad, o hacer caso omiso de sus amonestaciones, ni contradecir sus consejos, o burlarse de sus correcciones. Mucho menos será lícito apartarse de ella y romper su unión.” Debemos a menudo recordarnos, que la unidad no es principalmente organizativa, sino orgánica y vital. La base de una verdadera unidad es la doctrina apostólica, no la particular de cada congregación o denominación: “Amad a esta Iglesia, permaneced en esta Iglesia, sed vosotros esta Iglesia”, afirmaba S. Agustín.
Volviendo de nuevo a Calvino, que nos comenta con gran tristeza, la situación creada tras el fracasado Concilio de Trento: “Desde luego, hubiese sido muy deseable que las disensiones que perturban a la Iglesia hubieran sido arregladas por la autoridad de un concilio piadoso, pero tal como han ido las cosas ya no queda esperanza para ello. Por consiguiente, ya que las iglesias se hallan desparramadas de manera lamentable y no hay manera humana de reunirlas, lo mejor es que cada cual se apreste a levantar el estandarte que el Hijo de Dios nos ha dejado. No es tiempo de aguardarnos unos a otros. En la medida en que cada uno vea el brillo de la luz de la Escritura, siga en esta misma medida su fulgor. Y por lo que concierne al cuerpo de toda la Iglesia (Universal), lo encomendamos al Señor.”
¿Cuándo sería lícito dejar mi iglesia local?
Evidentemente, cuando haya dejado de predicarse el Evangelio. Cuando no se practique la disciplina bíblica, el pecado no sea corregido, ni el pecador impenitente amonestado. Cuando no se administren correctamente los sacramentos, o cuando se nieguen verdades fundamentales, como “la salvación por la fe sola”, “la Trinidad”, “la deidad de Cristo” etc. Aunque debemos enfatizar de nuevo, que la mayoría de las divisiones son en gran medida causadas por cuestiones secundarias e indiferentes. Es por lo tanto necesario reflexionar seriamente acerca de la distinción entre lo que es esencial y lo periférico, que denominamos adiáfora. En lo esencial, especialmente en la justificación por la fe, por ejemplo, no es lícito ceder en modo alguno.
Es por esta razón, por la cual yo creo, no deberíamos prestar ayuda, ni dar la alegre bienvenida entre nosotros a aquellos que llegan jactándose de haber dividido una congregación, aunque sea argumentando como motivo la defensa de la sana doctrina, sin antes orar y discernir si lo que les mueve es la gloria de Dios y la pureza y santidad de su Iglesia, u otras motivaciones menos espirituales. En palabras del apóstol Pablo a Tito 3:8-10, se nos exhorta a: “los que creen en Dios procuren ocuparse en buenas obras. Estas cosas son buenas y útiles a los hombres. Pero evita las cuestiones necias, y genealogías, y contenciones, y discusiones acerca de la ley; porque son vanas y sin provecho. Al hombre que cause divisiones, después de una y otra amonestación deséchalo”.
Deberíamos, por encima de todo, enseñar y recordar en nuestras congregaciones la máxima: «en lo esencial, unidad; en lo secundario, libertad; en todo, caridad»
Aunque soy de una confesión religiosa totalmente diferente a la de ustedes, coincido totalmente con lo expresado en su comentario.
Dónde se estudie la palabra de Dios y se le adore con total sinceridad, es donde todo cristiano a de colaborar para hacerlo crecer, y dejando a un lado las asperezas que como humanos siempre tendremos.
Estimado Juan,
Me alegro de que el artículo le haya sido útil y edificante. El Señor busca adoradores que le adoren en Espíritu y en Verdad.
Nostros deberíamos procurar «seguir la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor» 2 Timoteo 2:22 ¡Bendiciones!