
El pueblo evangélico ha sido conocido siempre como “la gente del Libro”. Es cierto que todo cristiano sigue de alguna forma las enseñanzas de la Escritura, pero el protestantismo entiende que su fe se basa de un modo especial en la Biblia. Es en ese sentido que se ha hablado desde la Reforma del principio de Sola Scriptura. Hoy en día hay muchos que contraponen sin embargo la obra del Espíritu a la Palabra, o enfrentan a Cristo con la Biblia. Es conveniente por lo tanto volver a preguntarnos qué significa para nosotros la autoridad de la Biblia. ¿Creemos de verdad en la suficiencia de la Escritura?, ¿qué lugar ocupa la autoridad de la Biblia en nuestras iglesias?
La Palabra de Dios está “viva” porque es el Dios vivo el que habla por medio de la Palabra (1 Ts. 2:13), que el Espíritu Santo toma y aplica a nuestros corazones. Esa Palabra por lo tanto no llega a nosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre (1 Ts. 1:5). Jesús dice “El espíritu es el que da vida”, pero también añade a continuación: “las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida” (Jn. 6:63). Vida no porque haya en ellas poder, sino porque una Persona, el Espíritu Santo, actúa por medio de esa Palabra.
Dios creó el mundo por su Espíritu (Gn. 1:2) y su Palabra (Gn. 1:3; Sal. 33:6, 9; 2 P. 3:5), y ahora en esta nueva creación Dios da también nueva vida por su Espíritu y su Palabra. Así el nuevo nacimiento es atribuido tanto a la Palabra como al Espíritu. Pedro dice que hemos sido “renacidos, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1 P. 1:23). Y Santiago afirma que Dios “nos hizo nacer por la palabra de verdad” (1:18), pero Jesús también enseña que “el que no naciere de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn. 3:5).
La salvación ha bajado del cielo por la gracia de Dios a través de la fe en el Señor Jesucristo, pero “la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Ro. 10:17). Ya que “el que Dios envió las palabras de Dios habla; pues Dios no da el Espíritu por medida” (Jn. 3:36). Ese Espíritu de verdad (Jn. 16:13) dice Jesús: “dará testimonio acerca de mí” (Jn. 15:26). Por eso el Espíritu Santo habla constantemente de Jesucristo. “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Co. 4:6).
El Espíritu Santo no sólo nos da la Palabra, sino que también la verifica persuadiéndonos de su verdad, ya que “el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente.” (1 Co. 2:14). Por eso Romanos dice que “el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (8:16). Y ¿cómo nos da el Espíritu testimonio?, entonces. La respuesta es: por medio del Evangelio, la Palabra de Dios. Pero examinemos primero, con más detalle, ¿cuál es esa Palabra?
LA AUTORIDAD DE LAS ESCRITURAS
Sabemos que la Biblia no es un libro más. Es la Palabra de Dios, no un simple relato de experiencias y opiniones religiosas. Ya “que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo.” (2 P. 1: 20-21). La Biblia registra revelaciones que Dios ha dado a personas del pasado, pero con un uso universal y permanente, que hace que la Escritura por la obra del Espíritu Santo sea la Palabra de Dios para nosotros hoy.
Esa inspiración afecta no sólo a ciertas partes de la Biblia que contienen revelaciones directas de Dios, sino que “toda la Escritura” es inspirada, literalmente expirada, por Dios (2 Ti. 3:16). Hay tal íntima conexión entre el Espíritu de Dios y su Palabra que es como si estuviéramos ante el propio aliento de su boca, pero el énfasis no es tanto en el origen de la Escritura, como en su función presente. Las Escrituras contienen ahora para nosotros todas las palabras de Dios que necesitamos para ser salvos y “enteramente preparados para toda buena obra”.
Pablo le dice a Timoteo que en “las Sagradas Escrituras” (2 Ti. 3:15), que conocía él desde niño, Cristo se revela a sus discípulos (Lc. 24:27, 44-45). Se refiere al Antiguo Testamento, pero es interesante que el apóstol parece hacer una distinción aquí entre “las Sagradas Escrituras” (15) del A.T. y “toda la Escritura” (16), que incluiría ya los Evangelios y Epístolas, como cuando Pedro habla de las Cartas de Pablo y “otras Escrituras” (2 P. 3:16). Lo que no sería nada sorprendente si pensamos que Pablo ha citado ya en su primera Carta a Timoteo Deuteronomio 25:4 y Lucas 10:7 con la misma formula introductoria: “La Escritura dice…” (1 Ti. 5:18).
Es el Señor mismo quien da a sus apóstoles el Espíritu Santo para guardar su enseñanza, y guiarles a toda verdad (Mt. 24:35; Jn. 14:26; 16:13). Es por eso que ellos mantienen la autoridad de su enseñanza, por palabra o por escrito, distinguiéndola de cualquier otra (2 Ts. 2:2; 3:17; Gá. 6:11). Hacen que sus cartas sean leídas por todos los cristianos (1 Ts. 5:27), a los que mandan separarse de todos aquellos que se desvían de sus mandamientos (2 Ts. 2:15; 3:14-15). Fijémonos que esa autoridad les viene no sólo por guardar esa revelación, sino por su convicción sobre su inspiración como escritores, ya que no pretendían hablar palabras con sabiduría humana, sino por el Espíritu Santo (1 Co. 2:13; 14:37). El apóstol Juan dice que quien discrepe de sus enseñanzas lo hace de Dios mismo (1 Jn. 4:1-6), porque toda doctrina ha de ser examinada bajo esa norma apostólica.
«Jesucristo es la Palabra viva de Dios (Jn. 1), la última Palabra (He. 1:1-2), pero ¿cuál es su actitud frente a las Escrituras? Cristo afirma que ha venido a cumplir, no ha abrogar “la ley o los profetas” (Mt. 5:17-20). Actúa y habla “conforme a las Escrituras” (Lc. 24:25; Hch. 3:11; Ro. 11:1-6; 1 Co. 15:1-4), y sus discípulos por lo tanto muestran su obediencia a Cristo, sometiéndose a ellas. La autoridad de la Biblia es para ellos la autoridad de Cristo»
¿TRADICIONALISMO?
Al llegar a este punto tenemos que preguntarnos: ¿cuál es el propósito de la revelación de Dios? ¿Es el inicio de una serie constante de comunicaciones, para que a través de numerosas escrituras y sueños podamos tener cierta información acerca de Dios, que nos lleve a la verdad que necesitamos saber?, o ¿es que Dios nos ha dado ya su Palabra definitiva, de una vez y para siempre, como guía segura para nuestra vida? Creo que la mayor amenaza hoy para el principio de Sola Escritura lo encontramos en dos frentes diferentes: la tradición y las nuevas revelaciones.
El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, citando al Vaticano II, nos dice que “Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la Esposa de su Hijo amado” (79). Y aunque la tradición y la Escritura no son ya dos fuentes diferentes, sino “una fuente común” con “dos modos distintos de transmisión”, la Iglesia “no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado” (82). ¿De dónde entonces? La respuesta de Roma es que “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo”. Y por si quedará dudas, añade: “es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma” (85).
Al establecer el principio del canon, la Iglesia ha reconocido que a partir de ese momento la tradición ya no es más un criterio de verdad. O ¿es que podemos encontrar acaso otras palabras de Dios aparte de las que tenemos en la Escritura? La Iglesia, a pesar de la pretensión de Roma y tantas sectas, no conoce más que una sola base y fundamento: los profetas y los apóstoles (Ef. 2:20). Es por ellos que Dios nos pone en contacto con la “principal piedra del ángulo: Jesucristo mismo”, a cuyo “edificio” los creyentes son incorporados como “piedras vivas”. Ese “edificio” sirve de morada al Espíritu Santo, y la Palabra es el medio que el Espíritu Santo utiliza para la extensión de su Iglesia y la edificación de los creyentes. No se pueden colocar por lo tanto los dones proféticos o ningún magisterio viviente al nivel que la autoridad única que Cristo confirió a sus apóstoles.
«Otra forma de tradicionalismo es la que nos lleva también continuamente al peligro del legalismo. Algunos tienen una tendencia constante a añadir otras cargas sobre los demás creyentes, como si pensarán que Dios no fuera lo suficiente estricto, y ellos pudieran hacerlo mejor. Pero el pecado lo define Dios, no nosotros. Así que no podemos acusar a nadie de un pecado que Dios no acuse»
«La Biblia tiene todo lo que tenemos derecho a imponer a la conciencia. Por lo que la Palabra de Dios no solamente ata la conciencia, sino que también nos libera de cualquier otra tiranía. Así que el Señor nos llama a “estar firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres” (Gá. 5:1)»
¿NUEVAS REVELACIONES?
No podemos negar que la Escritura muestra a personas que en ocasiones son movidas por el Espíritu a hacer o decir algo (Lc. 2:27), y la suficiencia de la Escritura no niega en modo alguno la providencia divina. Creemos en un Dios soberano, pero seamos claros: hay un peligro evidente de autodecepción en tantas expectativas de profecía que encontramos hoy en la Iglesia. La vida de muchos creyentes, de hecho, ha sido arruinada por la tiranía de la pretendida autoridad de algunos a causa de ciertas nuevas revelaciones. Y esto ocurre no sólo en sectas o maestros que añaden a la Biblia otros libros, sino entre muchos hermanos que entienden la dirección divina como una experiencia continua de recepción de mensajes que les permite continuamente decir Dios me ha dicho esto o lo otro, como si tuvieran una línea directa con el Cielo.
Algunos no solamente creen saber lo que Dios les dice que hagan, independientemente de la Escritura, sino que también parece que siempre Dios les manda dar instrucciones a otros para guiarles. He de confesar que en estos casos tengo la tentación de preguntar a todo el que me dice que Dios le ha dado un mensaje para mí que ¿por qué no me lo dice a mí directamente? No confundamos una voz interior o una conciencia engañada por supuestas profecías que cautivan nuestra voluntad, con la Palabra de Dios, que es el único que tiene derecho a ser Señor de nuestras conciencias, ya que no tenemos ningún derecho a vender nuestra libertad a profeta alguno.
Una persona puede tener la intuición de que algo va a ocurrir. Si sucede, no pensemos que eso le hace un profeta. Una impresión correcta no es una revelación de Dios. Lo más que podemos decir es que la sabiduría que muestra ese conocimiento puede ser un don de Dios, pero no que son palabras reveladas por Dios. Muchos de hecho practican una especie de ruleta bíblica, por la que al abrir la Escritura por cualquier lugar se fijan en cualquier texto como un mensaje divino para una situación concreta en ese momento de su vida. No hay duda que por las Escrituras, conocemos la voluntad de Dios para nuestras vida, pero la Biblia no es un libro mágico. Un texto fuera de su contexto es un pretexto. No podemos usar la Palabra de Dios como un manual de adivinación.
¡No temamos! Ignorar una impresión que uno tenga puede ser un error, pero nunca un pecado o apagar el Espíritu. El pecado no tiene que ver con reacciones subjetivas, sino que es una desobediencia a la ley de Dios. Sobre cualquier otra indicación de la orientación de Dios no tenemos seguridad alguna, ya que no es tan fácil interpretar la providencia. Y pocas historias hay tan trágicas en la Biblia como la de aquel hombre de Dios de Judá que murió por seguir las palabras de alguien que pretendía que Dios le había dicho algo para él, en vez de obedecer lo que Dios le había ya revelado (1 R. 13:11-32). Jugar con profecías puede tener terribles consecuencias…
«La suficiencia de la Escritura nos da sin embargo verdadera seguridad y libertad. La Palabra protege nuestra libertad cristiana frente a todos los que quieren llevarnos esclavos de cualquier autoridad profética basada en nuevas revelaciones»
LA SUFICIENCIA DE LAS ESCRITURAS
La Biblia contiene “todo el consejo de Dios”. Eso no significa que contenga toda la verdad, ya que hay verdades que no se encuentran en la Biblia, pero sí todas las que el hombre necesita para ser salvo y vivir como cristiano. Por eso es la única norma y regla de fe que debemos tener.
La Biblia es la revelación final de Dios, por lo que ya no hay ninguna comunicación inspirada por Dios que pueda venir a nosotros con esa autoridad. El propósito de la revelación ha sido ya consumado en la persona del Señor Jesucristo, por lo que tal Cristo es soberano no sólo en la salvación, sino también en la revelación. No sólo los grandes hechos de la salvación, sino su misma proclamación por sus testigos escogidos, pertenecen al plan redentor de Dios.
Hay pocas Confesiones de Fe que reflejen tan bien el principio de Sola Escritura como esa Declaración de la Iglesia francesa en 1559 que dice en su artículo V: “No hay autoridad, antigüedad, costumbres, números, sabiduría humana, proclamaciones, edictos, decretos, concilios, visiones o milagros, que se deba oponer a la Sagrada Escritura, sino todo lo contrario, todas las cosas deben ser examinadas, reguladas y reformadas según estas”. ¡Qué gran verdad es ésta!
La suficiencia de la Escritura implica también una idea de claridad, que llamamos perspicuidad. Hay la idea popular de que la Biblia es un libro difícil de entender, por no decir incomprensible. Y por supuesto que hay muchas partes de la Escritura que no son fáciles de entender, pero no sólo para el lector común, sino también para los eruditos. La prueba es que nunca se ponen de acuerdo sobre esos textos difíciles. Así que no hay nada más trágico que ese nuevo papismo de la crítica bíblica, por el que muchos han sucumbido a la infalibilidad del académico. Doctores tiene la Iglesia, pero ¡Dios nos libre de la tiranía de cualquier magisterio pontificante, aunque sea sobre la base del método histórico-crítico!
Es cierto que hay una jerarquía de doctrinas. No es lo mismo tener claro la justificación por la fe que nuestra comprensión del milenio. Como cristianos tenemos bastantes diferencias de opinión sobre bastantes aspectos de la Escritura, pero no todos son igual de importantes. Así que no tenemos derecho a exigir un acuerdo en detalle para poder mantener la unidad del Evangelio en Espíritu y verdad. En lo esencial unidad, pero en lo demás debemos dejar libertad y mostrar caridad con aquellos hermanos que no ven las cosas exactamente igual que nosotros.
«Porque la Biblia ha de ser también la norma suprema de nuestra ética. La Escritura nos muestra unos principios que debieran determinar nuestra conducta, tanto en el ámbito espiritual de adoración y gobierno de la Iglesia, como en nuestra experiencia emocional. La Palabra de Dios tiene mucho que decir también sobre nuestros sentimientos. No olvidemos que no hay sólo herejías intelectuales en forma de falsas doctrinas, sino también herejías emocionales, cuando dejamos que nuestra vida se guíe por sentimientos equivocados»
El Espíritu se tiende a ver a menudo como algo que produce un efecto muy diferente al de Palabra. Es por eso que fenómenos extraños se llegan a atribuir al Espíritu Santo, pero cuando el Evangelio es anunciado y declarado, esa proclamación de la Palabra no es un mero discurso o exposición de la Escritura: es el acto por el que Dios mismo llama a los muertos a la vida, produciendo fe donde sólo hay incredulidad. Su Espíritu acompaña con poder a su Palabra. “Así será mi palabra que sale de mi boca”, dice el Señor: “no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié” (Is. 55:11). Es la buena semilla que produce una cosecha inesperada (Lc. 8:4-5) en nuestra vida.
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