
En medio de la alerta sanitaria por el Covid-19, se nos recomienda el confinamiento, lavarnos las manos a menudo, evitar el contacto social, etc. El riesgo de contagiarse y contagiar a otros es demasiado grande como para obviar estas medidas preventivas. En este artículo hablaré de la humillación, y del enorme y asombroso sacrificio que el Señor tuvo que experimentar, a fin de limpiarnos y sanarnos de un contagio mucho más terrible y mortal que el cólera, la peste, el ébola o el covid-19. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Co. 5:21).
LA HORA DE JESÚS
Una estudiante de música visitó la casa de Beethoven en Alemania y al llegar a la sala principal, había un piano en el que Beethoven había tocado alguna de sus obras más espectaculares y rogó al guía que le permitiese tocar el piano. Tocó la primera parte de la sonata “Claro de luna». El guía impasible y atónito contempló a la joven, que le preguntó al finalizar, si los músicos que habían visitado la casa habían querido tocar el piano también, a lo cual, el guía le contestó que no, que habían pasado músicos muy famosos, pero ninguno se consideró digno de tocar ese piano. La joven se ruborizó ante tal embarazosa situación.
Todos hemos vivido situaciones humillantes. Lo realmente extraño es que alguien se exponga a la humillación de forma voluntaria y consciente. Eso fue, lo que Jesús de Nazaret hizo en (Juan 13:1-20), se humilló a sí mismo hasta lo sumo. Leemos, que “Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre” Este es tema recurrente, en el evangelio de Juan, la “hora de Jesús”. ¿Qué significa esa hora? Es la hora de la traición, de la humillación, del dolor, del abandono absoluto y de su muerte. Para eso había venido al mundo. Pero, ¿por qué buscar voluntariamente experimentar esa humillación? La respuesta es: “como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Su amor es la respuesta.
A continuación, y tras esto, esperaríamos la narración de la crucifixión; pero por el contrario, se nos relata uno de los momentos más extraños y extravagantes protagonizados por el Señor. No se incluye aquí la Santa Cena como en los otros evangelios, pues Juan ha enseñado ya el significado simbólico de la Santa Cena en el capítulo seis. La narración está conectada con la cena, pero su finalidad es ilustrar el asombroso amor de Jesús.
UN SORPRENDENTE ACTO DE HUMILLACIÓN
Los tres primeros versículos son desconcertantes, el amor que se nos muestra aquí, se nos antoja extravagante y en el contexto de una traición sin precedentes: “Y cuando cenaban, como el diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, que le entregase”. Jesús hace una demostración que asombrará a sus discípulos y que quedará grabada para siempre en sus retinas. Este capítulo refleja el amor sacrificial de Jesús. No una manifestación de poder y autoridad al estilo de los reyes y príncipes de la tierra, sino el poder del perdón y del servicio cristiano, “sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios, y a Dios iba” ¿qué podría hacer Jesús con todo ese poder, el poder desplegado para crear el universo que nos rodea, que creó con su palabra, que sostiene y preserva? ¿Qué harías tú con ese poder? ¿Cómo actuarías ante esa traición?
Sorprendentemente Jesús se remanga, recoge su túnica y lava los pies de los discípulos: “se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido.” Imagina cómo te sentirías, si el Maestro y Señor, al que admiras y sigues, comenzase a lavar tus sucios pies. ¡Es algo vergonzoso! ¡humillante! El rey del universo, arrodillado delante de ti. En el contexto histórico y cultural judío, una esposa o las hijas, tenían el deber de lavar al padre su cara, manos y pies. Pero el judío varón no podía exigir esto a otro hombre, ni siquiera a un esclavo judío; solamente a un esclavo no judío; es decir, a un gentil.
Se cuenta la historia de un juez blanco que finalizado el Apartheid en Sudáfrica fue invitado a una iglesia de hermanos de color, en la cual pudo dirigirse a la congregación para congratularse por el final de tan terrible sistema racista y dar gracias a Dios por ello. Cuando reconoció entre los asistentes a su anciana ama de llaves, la cual le había servido fielmente por más de 30 años. En ese momento pidió un lebrillo con agua, una toalla y rogó que se le permitiese lavarle los pies. La historia de este juez es sin duda hermosa, pero no tiene comparación con la historia en la que estamos reflexionando.
Entonces, el orgulloso e impetuoso Pedro, se negó a que el Señor le lavase: “Entonces vino a Simón Pedro; y Pedro le dijo: Señor, ¿tú me lavas los pies?. Pedro le dijo: No me lavarás los pies jamás” Era humillante para él que Jesús hiciera tal cosa. Pero Jesús pone a Pedro en su lugar y esto le confunde: “Jesús le respondió: Si no te lavare, no tendrás parte conmigo. Le dijo Simón Pedro: Señor, no sólo mis pies, sino también las manos y la cabeza.”
UN CONTAGIO NECESARIO
Puesto que Cristo nos lava, estamos verdaderamente limpios: “Jesús le dijo: El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio; y vosotros limpios estáis, aunque no todos”.
En la cruz, encontramos la manifestación de amor más grande, que la humanidad haya podido conocer, si somos limpios, es gracias a Él. Jesús ensució sus manos y sus pies en este mundo y voluntariamente cargó nuestro pecado en la Cruz del Calvario, y allí lo expió.
Jesús se expuso, corrió el riesgo de contagiarse al humanarse y vivir en medio de un mundo contaminado por el pecado. Hoy es nuestro 18º día de confinamiento y no dejo de pensar en los médicos que trataron el ébola, más contagioso y mortífero que el covid-19. Jesús se despojó de su traje aislante, de toda su protección y voluntariamente se contagió a sí mismo, para que tú y yo pudiésemos recibir la vacuna, por medio de su sacrificio y su muerte.
Tratar con el orgullo es una de las cosas más duras y dolorosas al acercarse al cristianismo bíblico, simbolizado por ese lavamiento. Al observar una tortuga sobre lo alto de un muro de piedra, somos inmediatamente conscientes de alguien le ha ayudado a llegar allí. De igual manera, si nosotros poseemos algo de valor, si hemos hecho algo perdurable, si podemos vanagloriarnos de algo, ha sido con la ayuda de Dios, “porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Fil. 2:13).
Hoy ya no se habla de siervos, sino de líderes. Un líder es alguien al que sigues, escuchas y obedeces. Tristemente el ministerio cristiano se ha convertido en buena parte en algo como “The Hall of Fame”, (El Salón de la Fama) ¡quién predica más y dónde!, ¡quién publica más y da más conferencias! ¡quién tiene más seguidores y likes en el facebook, instagram o twitter! No quiero decir con esto que estos ministerios no puedan ser un servicio agradable al Señor y útiles a su iglesia, “Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios” (1 Pe. 4:10), aunque ciertamente, los tales, entrañan grandes peligros y tentaciones; la vanidad y el orgullo son algunos de ellos.
¡Como siempre, nuestro modelo es Jesús de Nazaret! Me asombra el amor extravagante de Jesús, su humillación voluntaria, su disposición a contaminarse con nuestro pecado para que tú y yo fuésemos limpios y sanos, sin merecerlo. Siendo él, Maestro y Señor, lavó los pies de los discípulos.
¿Cómo nos sentimos nosotros cuando nos humillan? ¿Sufriríamos la humillación, a fin de servir al Señor y a su Iglesia? ¿Estamos dispuestos a dejar que Jesús nos muestre nuestro pecado, que necesita ser limpiado? ¿Lavaríamos los pies de otros, imitándole a él?
“Entonces él se sentó y llamó a los doce, y les dijo: Si alguno quiere ser el primero, será el postrero de todos, y el servidor de todos”
(Mr. 9:35)
Deja un comentario